Hoy no he ido todavía a dudar. Yo suelo dudar todos los días un ratito, no mucho, justo un poco. Lo suficiente para reafirmarme después de la duda y tomar cualquier decisión necesaria para seguir viviendo, como la de si después del ejercicio de la duda deseo tomarme un bocata de calamares o uno de anchoas, o si deseo bajarme en esta o en la siguiente parada del metro (aquí la creencia en que estoy tomando la decisión correcta es fundamental para no pasarme de estación).
Irse a dudar es un ejercicio magnifico y que recomiendo a cualquiera que se sienta deprimido o demasiado contento. Uno puede dudar de cualquier cosa, incluso de su depresión y de su alegría loca. Además no hace falta ir a la Iglesia o a la Universidad o a la Tribuna Pública para hacerlo. Eso es una ventaja. Ahora que no hay mucha gente que vaya misa por lo menos deberíamos ir ,al menos una vez a la semana, a dudar un ratito a algún lugar reservado y tranquilo. El lugar es lo de menos, pero dudar de corazón debería ser una de las virtudes teologales.
No me sirve, claro está, irse a dudar de si tal o cual político es o no honesto; o irse a dudar de que ese día nos hayan devuelto o no el cambio justo cuando compramos ese jersey que tanto nos gustaba; o irse a dudar de si la letra pequeña del contrato decía o no lo contrario que la grande. Me refiero (no hace falta señalarlo, pero en esto soy como algunos políticos, aún así lo señalo) a otro tipo de dudas. A esas dudas metafísicas que se cruzan ,a veces, por las mentes más acostumbradas a orillarlas mediante la devoción patológica por el trabajo, el despliegue continuo de nuestra ambición de ganar cualquier cosa, o esa continua impresión que nos embarga con mayor o menor frecuencia de estar llegando tarde siempre a no se sabe dónde.
Hoy, por ejemplo, yo he dudado durante un buen rato que en nuestro mundo haya alguien que no sea creyente y también he dudado que haya alguien que no sea ateo. Los católicos son ateos de Alá ,los mahometanos son ateos de Jesucristo y del Espíritu Santo, y así sucesivamente. Hasta el Santo Padre es un ateo de tomo y lomo; y si no me creen, si lo dudan, hagan la prueba y pregúnteles al Pontífice de Roma si cree en el Dios «Ra», por poner un ejemplo. Uno suele ser ateo de los dioses que veneran los otros y creyente en ese dios desconocido que preside nuestra conducta y nuestra propia vida.
Los ateos de ese Dios creador y personal, ese padre, con frecuencia representado como anciano, masculino y con barbas, con el que se puede hablar y al que se le cuentan los pecadillos suelen excederse en su escepticismo y pasan de afirmar orgullosamente no creer en estas representaciones a creer en cosas peregrinas como en eso de que «no existe nada» (¿Qué quieren decir con esto?) o en que no existe algo que nadie sabe lo que es, que nadie sabe definir y que es nuestro origen y quizá nuestro destino. «No, yo no soy creyente» suelen pavonearse con toda solemnidad, y se quedan tan panchos, como si tal cosa fuera posible para un ser humano.
Aquí, después del principio de incertidumbre de la física cuántica, formulado por Heisenberg y del principio de incompletitud de Gödel, todo dios es creyente y eso no quiere decir que creamos en un ser que nos escucha ,al que se le puede pedir que haga milagros, es decir que suspenda para nosotros nada menos que las leyes del Universo, aunque expresamente estemos declarando en nuestra oración precisamente que no lo merecemos . No sé muy bien entonces porque los creyentes en algunas divinidades tienen secuestrada esta «denominación de origen» solo para los que creen en este o aquel Dios ,normalmente un señor con barbas o tal o cual encarnación de la divinidad . Tampoco entiendo que los que no creen en tales encarnaciones nieguen su naturaleza de «creyentes» y ,sin embargo, se despidan de los amigos diciéndoles «hasta luego».

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